Un fuerte olor a muerte
va devolviéndole a la realidad, mientras la poca luz dilata unas pupilas que dejan
entrever lo que parecen cabezas moviéndose histéricas sobre él. Cuatro
grilletes sujetos a cadenas, tensadas por poleas, le apresan de muñecas y
tobillos y estiran sus miembros haciendo de su cuerpo una famélica equis a
punto de partirse por la mitad.
Varias antorchas proporcionan toda la luz de la estancia mientras, un inexplicable, aterrador y continuo alarido, inunda pasillos, dormitorios, cocina y salones, de aquella lujosa mansión victoriana del siglo XIX.
Varias antorchas proporcionan toda la luz de la estancia mientras, un inexplicable, aterrador y continuo alarido, inunda pasillos, dormitorios, cocina y salones, de aquella lujosa mansión victoriana del siglo XIX.
La sensación es la de que
no tiene miembros,
ni los siente ni padece dolor. Noción del tiempo y orientación son conceptos hace tiempo ya olvidados, debido a que su estado de consciencia va y viene sin control. Cree estar boca arriba y sabe que el hedor le terminará matando,
sino lo hacen antes esas extrañas sombras que oscilan sobre su cabeza. Los espasmos involuntarios provocados por las descargas eléctricas le mantienen músculos y parpados tan tensionados, que en cualquier momento se le caerán los globos oculares y su sangre se licuará con el resto de órganos. Las venas laten a 300 voltios, mientras la poca piel ya muerta va cayendo a cada nueva vuelta de tuerca, a cada nueva tensión de cadenas y grilletes, a cada nueva descarga. No alcanza a distinguir con claridad formas ni colores y apenas puede mover su cabeza de derecha a izquierda veinte grados. El escozor en los ojos a causa del sudor provocado por el inmenso calor, contrasta con el frío mortal que le recorre el pecho. La falta de aire y el olor a podrido aumentan las pulsaciones y el asco, haciendo que las nauseas asomen por una garganta muda incapaz de articular otro sonido distinto al de los alaridos provocados por la electricidad que le "devuelve" la vida, al antojo de a saber qué fuerza, ente o ser. Definitivamente no conseguía ver con nitidez, incapaz de distinguir con exactitud, qué eran aquellas sombras que, como si celebraran un sacrificio, se movían a su alrededor como sin orden ni concierto. Estaba sumido en el más absoluto de los silencios.
ni los siente ni padece dolor. Noción del tiempo y orientación son conceptos hace tiempo ya olvidados, debido a que su estado de consciencia va y viene sin control. Cree estar boca arriba y sabe que el hedor le terminará matando,
sino lo hacen antes esas extrañas sombras que oscilan sobre su cabeza. Los espasmos involuntarios provocados por las descargas eléctricas le mantienen músculos y parpados tan tensionados, que en cualquier momento se le caerán los globos oculares y su sangre se licuará con el resto de órganos. Las venas laten a 300 voltios, mientras la poca piel ya muerta va cayendo a cada nueva vuelta de tuerca, a cada nueva tensión de cadenas y grilletes, a cada nueva descarga. No alcanza a distinguir con claridad formas ni colores y apenas puede mover su cabeza de derecha a izquierda veinte grados. El escozor en los ojos a causa del sudor provocado por el inmenso calor, contrasta con el frío mortal que le recorre el pecho. La falta de aire y el olor a podrido aumentan las pulsaciones y el asco, haciendo que las nauseas asomen por una garganta muda incapaz de articular otro sonido distinto al de los alaridos provocados por la electricidad que le "devuelve" la vida, al antojo de a saber qué fuerza, ente o ser. Definitivamente no conseguía ver con nitidez, incapaz de distinguir con exactitud, qué eran aquellas sombras que, como si celebraran un sacrificio, se movían a su alrededor como sin orden ni concierto. Estaba sumido en el más absoluto de los silencios.
El tronar de la llave en
la cerradura la despierta de un susto. Nota como alguien se acerca pero no ve
nada. El dolor que siente en los ojos es tan intenso que no puede evitar
llevarse las palmas de las manos para así, tratar de relajarlos. Las yemas de
sus dedos descubren la verdad; tras asegurarse hasta en dos ocasiones, se
desmalla de la impresión.
El intenso dolor de
cabeza la conduce de vuelta para hacerla recordar que no tiene ojos, que algo o
alguien que ni recuerda ni ve, se los ha extirpado. Huele a carne podrida, el
calor es asfixiante y no oye nada, pero sabe que grita con todas sus fuerzas y
que se arranca los pelos para paliar un dolor de cabeza que se hace más intenso
con cada nuevo movimiento pendular. El palpitar de su corazón histérico, bombea
con fuerza la sangre hasta la frente llenando unas venas a punto de reventar. Un
líquido más espeso que el sudor, resbala desde su cuenca derecha por la frente.
Dicen que la esperanza es
lo último que se pierde, que cuando todo falla y no tienes salida, ésta te
mantiene vivo, así que, dada por perdida la vida, pero no la esperanza, gritaba
su último aliento sobrecogiendo el aire, pintando de dolor cada rincón, parando
el tiempo. Gritaba y gritaba pero no se oía, no oía nada, no veía nada, no
entendía nada. La sensación de su cabeza hinchándose, chorreando sangre espesa
como miel desde sus cuencas hacia su frente, el incesante movimiento pendular,
la desorientación y la angustia, resultan insoportables. Cuando la cabeza ya no
da más de sí, cuando no puede contener más sangre…
Un último crujido para
quebrar la columna de Isaías. Una implosión y el sablazo horizontal para
cercenar la cabeza de Emmeline… Para el matrimonio todo había terminado. Para
ellos, la fiesta no había hecho sino empezar.
Situada a veinte kilómetros al norte de
Naas, entre las misteriosas montañas de Timahoe y Drimsree, se encuentra la
mansión Jeydeby, una ostentosa vivienda de estilo Victoriano mandada a
construir por Isaías Jeydeby a finales del siglo XVIII.
Tras
varios días en que el señor Jeydeby no acudía a sus citas y reuniones de trabajo -lo
cual resultaba bastante extraño en él-, y en los que Emmeline Tisdale, su esposa, se había ausentado
de sus clases diarias de Francés, algo que nunca antes había sucedido, hicieron
que la curiosidad de las gentes de Naas fuera en aumento, convirtiendo la
amistosa pregunta "qué habrá sido de ellos", en un cada vez más incesante chorreo de comentarios sin
sentido en los que se llegó incluso a afirmar que Isaías y Emmeline estaban
practicando ritos satánicos para vender su alma a cambio de un hijo varón[…]
Por
todo esto y porque siempre fue un culo inquieto preocupado por las gentes de su
pueblo, el amable agente Garry Dolst,
de 66 años de edad, decidió personarse en el nº1 de la calle Friary Road con el único propósito de
comprobar que todo estaba en orden, estirar las piernas y hacer su última
patrulla antes de entregar su placa a una jubilación que ya hubo de haber
llegado hace más de un año.
<<Tras varios
minutos llamando a la puerta y voceando, decidí, que antes de dar parte, husmearía
por el lateral y la trasera de la
mansión en busca de signos de vida. Dirección a la piscina, por el patio
delantero, todo parecía estar tranquilo: el riego funcionando, el agua
perfectamente limpia y clorada e incluso los restos de una colada recién tendida,
a juzgar por lo húmedo de la ropa.
Avisando de
mi presencia a cada paso, gritaba el
nombre del propietario con la esperanza de que en cualquier momento apareciera
alguien que me explicara la prolongada ausencia de la conocida pareja. No era
sólo por la falta de noticias desde hacía tres días, ni por la extrañeza que me
producía el que no hubiera el más mínimo ruido, tan siquiera porque desde hacía
ya varios minutos, tuviera la certeza que desde aquella inmensidad de madera y
ladrillo, me estaba llegando olor a delicioso café recién hecho. Desde que
había pisado los terrenos Jeydeby, tenía la sensación de que algo no iba bien,
y aunque no me quedaban ganas para emocionarme ante la posibilidad de un nuevo
caso, si pensé que, antes de ir a mi mesa habitual en el café La Vie de
Chateaux, reconocería la zona.
No había
terminado de bordear la piscina, cuando desde detrás de la casa, vi como una
muchacha con ropa blanca y pelo rubio se acercaba con un cesto vacío de mimbre,
dirección al tendedero ya a mis espaldas. "Por fin signos de vida" pensé,
así como también en el plan que ya urdía para ser invitado a una de esas
deliciosas tazas de café.
No existe una explicación racional a lo que sucedió.
Cuando estando frente a ella me dispuse a dar los buenos
días y preguntarle por el Sr. Isaías, estornudé, lo que resultó tiempo más que
suficiente para que desapareciera como el humo. Me hubiera gustado ver mi cara
en ese momento; y es que resultaba físicamente imposible estando a un metro y
medio, en un jardín diáfano, a plena luz del día y menos aun en el tiempo que
se cierran los ojos para estornudar. Tras recomponerme, pasados unos minutos,
decidí buscarla, algo que hubiera resultado
infructuosa de no ser porque, entreabierta, vi una cristalera que daba acceso al salón de la
mansión.
La oscuridad en el interior era tal, que recuerdo mirar los
ventanales para comprobar si se veía el jardín, era como si el tiempo hubiera
dejado de "andar" la noche de cualquier día pasado; en aquella
mansión no había amanecido, eso sin hablar del silencio sepulcral que me había
cortado la respiración desde que pisé aquel horrible lugar.
El aroma a café, había desaparecido junto con mis ganas.
A pesar de que eran las once de la mañana de un soleado 13 de octubre, tuve que
usar mi linterna mientras me acercaba a la puerta de la cocina con la garganta
seca y las palmas de las manos sudando miedo, esperando a que en cualquier
momento, apareciera de la nada aquel humo blanco de pelo rubio y terminara de
matarme del susto.
- ¿Hola, hay alguien? ¡Soy el agente Garry…!
Sin respuesta y ya en la cocina, alumbraba el lateral de
una despensa de madera con una de sus puertas abierta, la cual, como si estuviera viva, se cerró ante mis ojos
con tal violencia que terminó cayendo al suelo, dejando al descubierto dos
perfectos ojos rojos mirándome, fijamente; parecían querer decirme que si no
salía de aquel lugar, el precio sería la muerte. Y por Dios que quería, deseaba
correr sin mirar atrás como nunca antes lo había hecho, y lo hubiera logrado,
de no ser porque el pánico, mantenía mi cuerpo inmóvil. Sin poder pensar ni apenas
respirar, veía como se iban acercando, oscilando levemente de izquierda a
derecha, mirándome fijamente y matándome despacio, absorbiéndome el poco calor
corporal que me quedaba. A pocos centímetros se detuvieron ante mí, para
después desaparecer atravesándome la frente como si fuera un disparo. Caí
redondo.
Con el pulso bajo cero y en posición fetal, el pánico por
sentirme encajonado me hizo recuperar la conciencia con la misma rapidez con la
que desaparecía la esperanza de que todo lo vivido formara parte de un mal
sueño provocado por una digestión pesada. Sin poder abrir los ojos, con
hormigueo en los brazos, las manos y dedos entumecidos, quemaduras en la cara,
la nariz y las orejas moradas y las piernas congeladas, mi cuerpo era un
témpano que solo podría tratar de gritar, de no ser porque el aire en los pulmones
me dolía al respirar, se me clavaba en el pecho como polvo de cristal a cada
intento de pedir socorro. No recuerdo que fue lo que ocurrió en las dos horas
siguientes, con los años, he llegado a la conclusión que lo traumático de la
experiencia y el alto grado de congelación, hicieron que mi cuerpo reaccionara
quedándose dormido.
Enlatado, el concierto para piano nº24 de Mozart me sacó
del frío letargo, permitiéndome confirmar la sospecha, repentina, de que seguía
vivo. Lo comprobé incorporándome torpemente hasta que mi cabeza chocó con, lo
que a juzgar por el tacto, parecía una superficie plana con una fina capa de
hielo, que no me permitía más que ponerme en cuclillas. Apoyando la parte alta
de la espalda, empujando con fuerza y a pesar del dolor y los crujidos, conseguí
ponerme en pie a la vez que se abría la puerta horizontal de mi tumba
improvisada.
Estaba casi seguro de que la música procedía del sótano,
así que, a duras penas, me dejé llevar por mi oído hasta que di con una puerta
en la parte izquierda de los baños del servicio, desde donde Mozart subía claramente
por unas escaleras que bajaban oscuras.
El aire era irrespirable. Un metro y medio de ancho,
suelo terroso y paredes de gruesa y fría piedra a juzgar por el tacto. La
música me guiaba como si estuviera en trance, sumido en un sueño en do menor y siempre
girando hacia la derecha, recorrí cuatro pestilentes e interminables pasillos
hasta que una arcada acabó con los restos de mi desayuno en algún lugar de
aquella entrada al horror. La música cesó. Ante mi, una estancia de piedra
gris, varios caballetes de robusta madera de distintos anchos, martillos,
cubos, clavos y cuchillos por el suelo. Trozos de tela, cuerda y restos de
cadenas colgaban de las paredes. A la derecha al fondo, una mesa, en ella y
como dando la bienvenida, la cabeza de la Sra. Tisdale reposaba en paz. Pero sin ojos.
Unos metros por delante y con la columna vertebral
partida en ángulo inverso sobre un robusto caballete de madera, totalmente
desnudo y con perforaciones por todo el pecho, yacía el cuerpo de Isaías Jeydeby. De donde habían de
salir brazos o piernas, carne arrancada, venas, músculos y piel quemada. Sus
miembros agangrenados e incrustados al frío metal de los grilletes circulares,
que en el suelo de aquel sótano, apresaban sus extremidades a unos ciento
cincuenta centímetros de su tronco inerte, seco y arrugado como una pasa,
resultaba ridículo ante la imagen de Emmeline desnuda, colgada por los pies,
decapitada y oscilando a pocos centímetros del pecho de su marido formando lo
que parecía una "T" invertida.
Isaías desmembrado, quemado, perforado; Emmeline seca por
dentro, decapitada y colgando del revés, el olor a muerte y a muerto y los ojos
de la señora Jeydeby sobre la mesa mirando fijamente, fueron demasiado para mí.
Todo me daba vueltas. Mis piernas agitadas por el miedo, apenas sostenía un
cuerpo que parecía estar pasando de sólido a gaseoso. Todo se volvió borroso,
todo daba vueltas.
Estaba a punto de desmallarme cuando me percaté de que al
fondo, a la izquierda de la escena y camuflados en la oscuridad del rincón,
aquellos ojos rojos me miraban nuevamente y comenzaban a acercarse. Sin
pensarlo ni un instante, corrí sobre mis pasos a toda la velocidad que me
permitían mis aun heladas articulaciones, girando siempre a la izquierda y
hasta llegar a la entrada del sótano. Escaleras arriba, giré a la derecha
dirección al ventanal atravesando el salón sin la más mínima intención de mirar
atrás, ya que nada me importaba mientras pudiera seguir avanzando. En el
jardín, ella, de espaldas junto al tendedero, rubia y vestida de blanco,
tarareaba ajena. Cuando al sentir mi presencia se giró, el terror de sus
cuencas vacías mirándome fijamente, detuvieron mi carrera en seco.
Desde aquello, los momentos de lucidez son escasos. Lo
siguiente que recuerdo es el techo del Naas General Hospital y a mi escribiendo
esto, con la esperanza de que quizá, así, desaparezca un miedo que me tiene en
esta celda de seguridad ya no sé ni cuánto hace y de la que no saldré mientras
permanezca con vida. >>
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